El ego es poderosísimo. Es la identificación con el cuerpo, la mente, el nombre y la forma, con las descripciones de los demás sobre uno mismo y el yo idealizado, con las propias tendencias y proyecciones, con el sentimiento de individualidad y separación. Nadie puede vivir sin ego, pero el ego es provisional. Cuanto más ego, más vulnerabilidad y más autodefensa que nada defienden y las cuales terminan por aprisionar a uno mismo; cuanto menos ego, más dicha y menos miedo, más certidumbre e invulnerabilidad. El ego es la fuente del apego y puede legar a ser excepcionalmente voraz.
Cuando se vive al servicio del ego, no se presta ninguna atención y energía al propio ser.
Tanto se vive para la imagen que no se vive para uno mismo; tanto se empeña uno en afirmar el ego, que ignora su realidad interior; de tal manera engorada el yo social, que eclipsa el yo real. Cuando el ego se desmesura, da lugar a innumerables males: demanda neurótica de seguridad, afán de poseer y dominar, susceptibilidad y suspicacia, necesidad compulsiva de ser afirmado, considerado y elogiado; terror a ser negado, angustia de la separación, sentimiento intenso de soledad; afán desmedido pro alardear, narcisismo y egoísmo, accesos de ira al no obtener lo que uno quiere, resentimiento y rencor, ofuscación y percepción distorsionada y excesivo personalismo.
Ramiro A. Calle
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